sábado, 19 de septiembre de 2009

ojos verdes

Resulta que el tipo tenía los ojos más verdes del mundo. Al menos eso me pareció, y ahora que lo mencionas, lo noté hasta que estaba enojado. Abrió bien los ojos y quitó de en medio las pestañas y los pómulos, tampoco estaban ya las patas de gallo. Se quitó el sombrero, los zapatos y los puso en el perchero. Se sacó el cinturón, y lo hizo sonar. Por eso lo reconocí, en ese instante le dije: “¿Papá?”

No me corrigió, así que no entiendo cómo pudo viajar desde Veracruz, sobre todo si llevaba 10 años muerto.

Me dijo: “¿Por qué piensas que estoy enojado?”

Y casi me da un infarto porque, eso de ir por ahí leyendo los pensamientos de las personas no está bien. Es algo que debería aprenderse en casa; a dar las gracias y a no leer pensamientos.

Se recargó en el mostrador y levantó una ceja. Obviamente me sonrojé y le pedí por favor que no me insinuara cosas, no era ni el lugar ni el momento. Pero siguió. Acercó su rostro al mío. Olí su perfume, distinguí la gama de 46 tonos en sus ojos y mientras los contaba, seguro hice bizcos porque todo se puso borroso.

Cuando abrí los ojos estaba en el piso, vi sus calcetines mientras recorría el local buscando algo. No estaba segura si quería que supiera que había recobrado la conciencia, así que despacito alargué el brazo hasta la escopeta.

Me burlé cuando mi jefe decidió enseñarme a usarla y le pregunté si no había contratado una línea directa con el ‘cherif’. En fin, ya que puse la mano sobre el acero frío, Me tocó el antebrazo pidiéndome que la soltara, y aseguró que no lo quería conocer enojado.

No pude hacer otra cosa que besarlo.

Lo acerqué a mí. Abrí las piernas y él se acomodó fácil, puso un brazo detrás de mi espalda baja y con el otro acarició mi pierna subiéndome la falda.

Buen día para ponerme pantimedias, me reproché.

Entonces comenzó a bajarlas al mismo tiempo que mi ropa interior. Y yo quietecita, sólo apretaba un poco los muslos contra sus costados. Estaba a nada de gritar, pero lo único que salió de mi boca fue un suspiro, profundo, casi de alivio.

Me contuve muchas cosas mientras veía mis medias volar por el aire y sentí sus dedos buscando entrar en mí. Respiré de nuevo.

Me dio un beso pequeño en los labios y bajó su cabeza a mi vientre, me besó el ombligo, metía y sacaba el dedo medio con mayor cadencia y con el pulgar hacía círculos en mi clítoris. Yo seguía ese ritmo con la cadera, introdujo una mano, la otra y poco a poco entró en mí, completo. Lo sentía respirar, apartar mis entrañas para abrirse paso por mi cuerpo. Una o dos costillas tronaron cuando metió los dedos entre ellas para impulsarse. Un vuelco al corazón, literal, cuando lo golpeó con su mejilla. Me costaba respirar por la presión. Cuando estuvo bien instalado me sentí mareada, un cosquilleo en las sienes y calor en la entrepierna, en los riñones. Me sentía llena, vibrante, respiraba con dificultad, aspiraciones cortas y dolorosas, lo sentía palpitar. Comenzamos a sincronizarnos, inhalando, olimos mis brazos, lamimos la palma de mis manos, acariciamos mi pelo, lengüeteamos mis hombros y mordimos mis labios. Me abracé o me abrazó y entonces abrió mis ojos.

Todo era verde, la luz, los muebles, la calle, la gente. Todo verde.

Yo estaba en éxtasis, sentía por dos y él también. A lo lejos escuché la campanilla de la puerta. Entraron 2 clientes que, al verme tirada en el piso revolcándome, llamaron a una ambulancia. Yo estaba ocupada con todo lo que traía dentro.

La luz de la torreta llegaba en ondas aún más verdes a mis ojos. Me revisaron y notaron la opresión en todo mi cuerpo; que no bajó con pastillas sublinguales ni con baños de agua fría. Los latidos parecían dobles, la capacidad pulmonar disminuida, algunos huesos rotos, la tráquea obstruida, esclerosis, pupilas contraídas y la lengua mordida.

Vaya, si no me dieron hemorroides es porque todavía no teníamos tanta confianza.

Fueron 23 días de incapacidad, hasta que se acabó la magia. Descubrimos que no éramos el uno para el otro, pero lo voy a recordar con mucho cariño. Los doctores no se explican qué me pasó. Hasta salí en la tele ¿No me viste? Llegó un padrecito y todo, dicen que fue un milagro.

Milagro que no nos hayamos matado. Y bueno, por eso no me habías visto. Muchas gracias por cubrirme y no, no son pupilentes.

¿Sabes si llegó el pedido de Guadalajara?

La cuenta

Ella repite por centésima vez el movimiento circular sobre la mesa, con el trapo medio húmedo, medio sucio, medio ajeno a sí misma. Mientras, con la mirada perdida se encuentra con toda la frustración que ha venido guardando.

A veces no recuerda bien cómo se llama, aunque a las 23:00hrs está segura de que fue bautizada “Señorita” y su apellido es “Más café”.

El dolor en las piernas le recuerda cada noche que sus pasos no se dirigen a ninguna parte. Que su camino se detuvo en el puente levadizo y ahora ella espera a que éste baje mientras ve pasar los barcos.

Frente a ella, en la barra, un hombre de traje, tan pulcro como el de todos los que ocultan las ganas de gritar, juega a agitar el contenido de su vaso antes de apurarlo por completo dentro de su boca. Llegó al bar convencido de que uno, dos o tres whiskys “De una sola malta por favor” mitigarían la preocupación con la que terminó esa jornada.

Resulta que las dudas se meterían con él a la cama y la impotencia que sentía lo venció desde antes. No sabría cómo responderles una vez acostado.

La música de fondo impersonal y pretenciosa le daba el toque final de patetismo al cuadro y el bartender ocupado en sus pedidos y sus copas bien limpias, poco notaba lo que ocurría a su alrededor.

-“Señorita” llamó el hombre desde atrás de los barrotes que adornaban su traje.

-“Sí, esa soy yo” pensó al tiempo que respondía solícita y mecánicamente “Dígame” y terminaba la frase con un: “¿Uno más?”

Después de los 40 grados etílicos la plática se hace más fácil.

Mis hijos, mi pareja, mi futuro, mi pasado, mi presente, la incertidumbre, cada momento del día, las veces que he pasado frente a este lugar.

Su mirada, el entendimiento mutuo, las ganas de verse como lo que podrían ser, el vacío presentado como posibilidad; la hora de salida. ¿Tu casa o la mía?

La firma en la tarjeta cerró el pacto tácito entre los dos, en el que se incluían las horas de visita y en las letras pequeñitas las mínimas probabilidades de que eso funcionara. Aunque las risas mezcladascon el whisky y la buena compañía, que no incluía propina, bien valían la pena el esfuerzo.

La señorita tuvo un nombre y él se dejó arrancar el traje, dejándolo en el suelo junto a todos sus problemas.

El vacío pareció menos terrible y la soledad menos atemorizante. En algún momento el futuro sonrió. Ellos dos no veían nada en su propio cuadro, ocupados en besar sus cuerpos y creer las palabras del otro. Hasta que probaron todo el menú.

Una noche, después de muchas noches y después de cada noche que pasaron juntos, cuando él en vez de tirar el traje lo colgó antes de acostarse y ella dejó de tener nombre, no despertaron abrazados. Ninguno hizo un esfuerzo por recordar. Él se había marchado sin hacer ruido y ella dio por hecho que no lo invitó a dormir. Se calzó los zapatos, metió el uniforme dentro de su bolsa y salió hacia el trabajo como todos los días.

Cuando llenó todas las tazas de café, limpió la mesa 4 con un trapo medio sucio y medio ajeno. Pensó en qué haría con su vida, si realmente se dirigía a algún lado y si sus piernas irían solas lejos del dolor mientras que, como siempre, llegaba al centésimo movimiento circular donde invariablemente alguien levantaba la mano y decía: “Señorita, más café”.

Luciérnaga

Todos los días veo por la ventana cómo llega, se desviste, se pasea por su cuarto y, a veces, paso horas viendo sus pies en la cama cuando duerme.

Espero el momento en que se mete a bañar. Siempre me sorprende, me imagino que sabe cuándo me siento triste, o frustrada porque justo en ese momento escucho cómo se prende su boiler y no puedo hacer más que correr a la ventana. Yo estoy dos pisos arriba, así que lo que veo es poco y lo que escucho menos. La distribución de su recámara me permite permanecer casi recargada en el alfeizar sin que él me descubra. Me pregunto si sabrá de mi diaria contemplación.

Parece que vive solo pero de vez en cuando hay mujeres en su casa, me pongo sumamente celosa y ese día también traigo a alguien. Si no tiene consideración por mí yo tampoco le tengo que ser fiel (espero que no se entere).

Hay algo en su tono de piel que es increíble, juro que de noche resplandece. También tiene manía por el ejercicio, la mayor parte de su guardarropa está compuesto por pants y playeras sin mangas. Creo que está perfectamente limpio, no tiene tatuajes ni cicatrices, al menos no lo suficientemente grandes para que las aprecie desde aquí.

He creado una colección casi completa digna de un museo, un par de calcetines, la marca de shampoo a la que ya soy fiel, el sonido de su boiler, mi maceta con tierra del parque donde corre a diario; el mismo juego de sábanas, todos los discos de Oasis, la membresía en el gimnasio, al que nunca me he atrevido a ir, pero que renuevo cada año, fotos de sus pies y basura de sus bolsas.

Cuando me invitan a misa, ya sea por una boda o algún tipo de celebración siempre rezo porque jamás se le quite la costumbre de andar desnudo por su casa. Me gustaría que se encogiera para meterlo en una cajita y llevarlo a todos lados, así cuando las cosas se pusieran difíciles o brumosas, lo sacaría y alumbraría mi camino. El tamaño perfecto sería el de la palma de mi mano, pero me pregunto ¿cómo le haría?, porque una cosa es el ideal y otra el posible. Con que lo pudiera cargar en una bolsa, para llevarlo al trabajo y al banco y con la familia; que hace mucho no veo, pero con él acompañándome, me armaría de valor para reclamarles que no me quieran ver.

Leí de esto en un texto hace tiempo, no sé si ecuatoriano o peruano; personas que encogían cabezas.

No sé por qué se contentaban con la cabeza si se puede todo el cuerpo. Y ya estoy lista para intentarlo, hoy es el día, el quinto aniversario desde que llegó al edificio, cuatro años siete meses y doce días desde la primera vez que me vio a los ojos.

Ya practiqué bastante. Creo que el primer perrito al que encogí se llamaba Angola. Con los demás ya perdí el sentimentalismo.

El procedimiento exige paciencia, ah pero yo estaría feliz de dedicarle la vida entera, pagaría mis dos piernas por acariciarlo cada que lo necesitara, me lo podría comer entero y nutrirme con sus músculos, sus huesos en caldito caliente por la noche.

Tranquila, no falta mucho, debo concentrarme.

Primero se debe deshuesar la cabeza recién cortada, separar la piel y coser con cuidado los párpados y labios para que no se desgarren. Ya tengo preparada el agua hirviendo con hierbas aromáticas y jugo de Chinchipe, me imagino que lo que más me llevará es lo de las piedras calientes, las cubro con la piel para que se encoja y poco a poco, se adapta a su nueva forma, se encoge.

Un momento, se escuchan pasos.

Ahí viene, sí. ¡Es él!

Diario de lis 1: ¿2 ejemplos de maldad?

Hay veces que no sé por qué hago las cosas. Y me duele, preferiría no hacerlas pero no puedo, algo me compele; superior a mí, y esas cosas son irracionales, de las que ni siquiera tengo ganas y para las que no tengo una explicación.

2 ejemplos muy claros:

Hace muchos años, seguramente cerca de 20, la perrita french poodle de una amiga tuvo cachorros, mientras ella estaba distraída, tal vez en el baño, tal vez en la calle para que la perra fuera al baño, me quedé a solas con la camada, y temblé ante la urgencia que, aunque intenté controlar, me venció. Me acerqué al perrito más próximo, lo tomé por el cuello y apreté con ambas manos hasta escucharlo llorar, lo solté casi en el aire, tosió y gimió, obviamente el sonido hizo regresar corriendo a la madre, que entró a revisar si los cachorros estaban bien y completos.

Mi amiga no escuchó. Me salvé de esa.

La segunda fue hace menos. Tal vez unos 2 o 3 años.

Después de muchos problemas, que serán contados en su debida ocasión, por fin vivía una especie de estabilidad con Fernando. No puedo hablar de confianza ni de perfecta armonía. Sólo estábamos tranquilos; tanto que me dejó salir con mis amigos sin él. En parte porque no los soportaba, como yo a los suyos y en parte porque era un ejercicio de confianza, una forma de demostrarme que me había perdonado, aunque no fuera así. Y aunque fuera así, creo que para mí no hubo diferencia.

Como siempre, visitaríamos más de 2 lugares en la noche. En el precopeo, en casa de mi amigo, decidí llamarle al ligue en turno porque nadie traía coche. En menos de 30 minutos teníamos chofer en la puerta y yo, quién pagara mis tragos.

Realmente podía hacer las cosas bien, a las 5 de la mañana llevamos a los demás a sus casas y la última fue la mía. Lugar en el que se quedaba Fernando 4 de 7 días, a veces más. Me despedí, abrí la puerta del carro y dudé; podía portarme bien y ganarme la tan mentada confianza. Cerré la puerta y le dije: “¿Quieres pasar?”.

Obviamente terminamos en mi cama y yo ni tenía ganas. Me pasó por la cabeza que lo hacía sin sentido ya que en este caso no quería castigar a Fer. Tampoco necesitaba que me dijeran bonita. Estaba tranquila conmigo y con mi relación. Y con todo eso en mente, abrí el cajón en donde estaban los condones.

Entré a trabajar a las 10 de la mañana, así que con menos de 3 horas de sueño salimos de mi casa. El día transcurrió normal hasta que llamó Fernando, pero como estaba ocupada no pude atender. Sólo hasta ese momento se me ocurrió pensar en que no revisé el departamento para limpiar cualquier rastro. Se me hizo un nudo en la garganta y un escalofrío recorrió mi espalda. Me puse pálida. Tenía la esperanza de que él llegara a casa después de mí ya que, si no pasaba a casa de mis papás, lo podía lograr. Me tranquilicé y para cuando terminé con lo que tenía que hacer tomé mis cosas y revisé el celular; 10 llamadas perdidas. Cualquier esperanza era en vano.

Decidí llamarlo y me dijo que quería hablar conmigo llegando. Comencé a armar la coartada, le llamé a mis amigos para decirles qué tenían que decir si yo les hablaba esa noche. Estando de acuerdo los involucrados fui con mis papás y de ahí a mi casa. Respiré profundo y abrí la puerta. Él me esperaba en la sala y me preguntó sobre la noche anterior.

Eran entre 9 y 10 de la noche.

Para las 2 de la mañana yo lloraba en su regazo repitiéndole “Créeme por favor, yo me muero antes de lastimarte otra vez. Te juro que no fui yo, ¿Por qué dejaría algo así? ¿Por qué sería tan descuidada al no revisar?, Ni siquiera sabía, mis amigos (que son pareja) se quedaron también, ¿Por qué haría algo así aquí, donde dormimos tú y yo? No tengo necesidad, si quiero coger con alguien puedo hacerlo en un hotel y ni siquiera pago yo.”

En efecto, todos esos cuestionamientos son válidos para hacérmelos a mí misma, ¿Por qué ahí? ¿Por qué tan descuidada? Simplemente ¿Por qué?

Y él insistía; “Sólo dime, no pasará nada, yo ya no siento nada, pero no insultes mi inteligencia, sólo dime que fuiste tú”.

Después de 4 horas de interrogatorio cedí.

Y no debí hacerlo.

Pero lo que pasó esa noche, es otra historia.

Lis.