sábado, 19 de septiembre de 2009

Luciérnaga

Todos los días veo por la ventana cómo llega, se desviste, se pasea por su cuarto y, a veces, paso horas viendo sus pies en la cama cuando duerme.

Espero el momento en que se mete a bañar. Siempre me sorprende, me imagino que sabe cuándo me siento triste, o frustrada porque justo en ese momento escucho cómo se prende su boiler y no puedo hacer más que correr a la ventana. Yo estoy dos pisos arriba, así que lo que veo es poco y lo que escucho menos. La distribución de su recámara me permite permanecer casi recargada en el alfeizar sin que él me descubra. Me pregunto si sabrá de mi diaria contemplación.

Parece que vive solo pero de vez en cuando hay mujeres en su casa, me pongo sumamente celosa y ese día también traigo a alguien. Si no tiene consideración por mí yo tampoco le tengo que ser fiel (espero que no se entere).

Hay algo en su tono de piel que es increíble, juro que de noche resplandece. También tiene manía por el ejercicio, la mayor parte de su guardarropa está compuesto por pants y playeras sin mangas. Creo que está perfectamente limpio, no tiene tatuajes ni cicatrices, al menos no lo suficientemente grandes para que las aprecie desde aquí.

He creado una colección casi completa digna de un museo, un par de calcetines, la marca de shampoo a la que ya soy fiel, el sonido de su boiler, mi maceta con tierra del parque donde corre a diario; el mismo juego de sábanas, todos los discos de Oasis, la membresía en el gimnasio, al que nunca me he atrevido a ir, pero que renuevo cada año, fotos de sus pies y basura de sus bolsas.

Cuando me invitan a misa, ya sea por una boda o algún tipo de celebración siempre rezo porque jamás se le quite la costumbre de andar desnudo por su casa. Me gustaría que se encogiera para meterlo en una cajita y llevarlo a todos lados, así cuando las cosas se pusieran difíciles o brumosas, lo sacaría y alumbraría mi camino. El tamaño perfecto sería el de la palma de mi mano, pero me pregunto ¿cómo le haría?, porque una cosa es el ideal y otra el posible. Con que lo pudiera cargar en una bolsa, para llevarlo al trabajo y al banco y con la familia; que hace mucho no veo, pero con él acompañándome, me armaría de valor para reclamarles que no me quieran ver.

Leí de esto en un texto hace tiempo, no sé si ecuatoriano o peruano; personas que encogían cabezas.

No sé por qué se contentaban con la cabeza si se puede todo el cuerpo. Y ya estoy lista para intentarlo, hoy es el día, el quinto aniversario desde que llegó al edificio, cuatro años siete meses y doce días desde la primera vez que me vio a los ojos.

Ya practiqué bastante. Creo que el primer perrito al que encogí se llamaba Angola. Con los demás ya perdí el sentimentalismo.

El procedimiento exige paciencia, ah pero yo estaría feliz de dedicarle la vida entera, pagaría mis dos piernas por acariciarlo cada que lo necesitara, me lo podría comer entero y nutrirme con sus músculos, sus huesos en caldito caliente por la noche.

Tranquila, no falta mucho, debo concentrarme.

Primero se debe deshuesar la cabeza recién cortada, separar la piel y coser con cuidado los párpados y labios para que no se desgarren. Ya tengo preparada el agua hirviendo con hierbas aromáticas y jugo de Chinchipe, me imagino que lo que más me llevará es lo de las piedras calientes, las cubro con la piel para que se encoja y poco a poco, se adapta a su nueva forma, se encoge.

Un momento, se escuchan pasos.

Ahí viene, sí. ¡Es él!

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